El último partido
Había
peligrado mi presencia en el encuentro desde el martes, día en que la
lesión de los ligamentos se resintió; “está entre algodones” dijeron los
periodistas.La expectativa era lógica, ese sería mi partido numero mil y
el que marcaría el retiro definitivo de las canchas.
El primer tiempo transcurrió sin sobresaltos, nada me dolía
y la platea me había aplaudido y vivado en varias ocasiones.
Sin embargo, yo tenía una deuda conmigo mismo, con la
gente, con el fútbol.
Es que en toda mi vida deportiva nunca había metido un gol.
Mil partidos, muchos aplausos, tres copas intercontinentales, dos
mundiales, catorce campeonatos y ningún gol.
Fue así que al minuto 29 del segundo tiempo después de un
córner mal despejado, la pelota quedo boyando delante mío, ni lo
pensé, la dormí con la izquierda, ladee el cuerpo para desorientar al
arquero y le metí un cañonazo tres dedos que fue un poema: ¡GOLAZO!
La hinchada enloqueció. Yo festejaba: tiraba un puñetazo al
cielo como Maradona, hacia el avioncito como Rambert, lustraba los botines
como Pernía, me tomaba del banderín de la esquina como Batistuta, abrazaba
al line man. Y todo se convirtió en un caos. El juez asistente suspendió
el partido.
Cuando todo se tranquilizó, en la conferencia de prensa
declare: “Era mi último partido, tenía que coronar mi carrera con un gol”.
—Pero —dijo un periodista— ¡Usted era el árbitro!
Muy bueno! al mejor estilo Fontanarrosa. Me encanto.
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